En el manual del buen vendedor se prescribe la utilización de la exageración para dotar de un mayor atractivo al producto que es objeto de venta. De ahí deriva un complejo mundo, que es el marketing, que provoca ciertas insatisfacciones cuando nos vemos puesta la camiseta que en la foto llevaba Martina Klein o cuando empezamos a usar ese desodorante que te haría irresistible en tus noches de fiesta. Eso es vender. Enmascarar ciertas debilidades que pueda tener tu producto y potenciar aquellos elementos que puedan significar una diferenciación sensible al comprador, que haga que caiga en la red. Siempre ha sido así, y siempre lo será. Hasta el punto, incluso, de caer en exageraciones tan burdas que traspasen esa fina línea que las separa del engaño. Porque mira que se han vendido crecepelos en la historia de la humanidad.
Cuando trasladamos la transacción comercial al mundo de los recursos humanos, los procesos de selección establecen un producto (el candidato) que debe hacerse bueno a la vista del comprador (la empresa). Como buen comprador, la empresa debe garantizar que lo que adquiere es de la calidad que exige (para que no le pase como a mi como con la camiseta o el desodorante) y, para ello, utiliza distintos mecanismos que facilitan esa verificación. Uno de estos mecanismos es, sin la menor duda, el más utilizado. Estamos hablando del Curriculum Vitae o CV, que por no evolucionar mantiene hasta su nombre en el latín de Séneca, Epícteto o Marco Aurelio. Y lo cierto es que ya, en la antigua Roma, existía un CV para los ciudadanos ricos que solían llevar consigo las “tabellae”, unas tablillas de cera en las que registraban sus principales éxitos. Hay referencias incluso anteriores en China, donde los funcionarios gubernamentales portaban un “jianbo”, que no era otra cosa que una especie de currículum con sus logros y habilidades principales.
No obstante, el CV “moderno” tal y como lo conocemos hoy, esto es, incluyendo formación, experiencia laboral y habilidades, comenzó a tomar forma en el siglo XIX durante la revolución industrial, que trajo consigo una nueva dinámica en la demanda de empleo que superaba con creces su oferta. Los currículos se convirtieron entonces en una herramienta crucial para los empleadores que debían hacer una criba rápida de los muchos solicitantes de trabajo. Hay alguna referencia del primer CV (aunque esto ya es más leyenda que historia) que data de 1842 y que pertenece a un tal Fillmore, que era… ¡un sacerdote!
Pues bien. Desde entonces, aquí estamos. El CV sigue siendo el elemento fundamental en todo proceso de selección. Desde hace doscientos años. Ha cambiado la forma pero no el fondo. Yo digo lo que soy y lo que valgo. Y tú te lo crees. O me haces una entrevista para comprobarlo. A ver si puedes. Porque si sumamos el efecto de exageración (o mentira) que comentábamos al principio de esta entrada, entonces la cosa se pone divertida.
Resulta increíble que, habiendo avanzado tanto la tecnología en estos doscientos años (o dos mil, según lo quieras ver), nada haya avanzado al respecto de un proceso que dirime la vida de casi todos los humanos: la incorporación al mundo laboral. Entiendo que hace doscientos años no fuera fácil hacer otra cosa. Pero hoy todo el mundo tiene un móvil y, por lo tanto, se tiene acceso a cualquier aplicación en casi cualquier sitio y en cualquier momento del día (que se lo digan a los adolescentes, que no levantan la cabeza del instrumento). Acaso, ¿no existen hoy mecanismos que nos permitan validar, bien entrados en el siglo XXI, que el candidato es quien dice ser o que tiene los conocimientos que el puesto requiere?
The Wise Seeker nace con esa ambición y hoy le contemplan ya cientos de miles de candidatos que se han evaluado en la plataforma y cuyos conocimientos, habilidades, competencias y aptitudes están validadas de manera objetiva y, sobre todo, comparable. Para que los recruiters no tengan que hacer curiosos y variados ejercicios gimnásticos completamente absurdos durante las primeras fases del proceso. Un ejemplo. Me decía uno de estos reclutadores que, como las posiciones que tenía que buscar eran muy técnicas, le pedía al área de negocio que les pasase las tecnologías y acrónimos que debía buscar en los currículos. Esta persona, se imprimía todos los CV (con el consiguiente daño medioambiental) y se pasaba horas y horas marcando las “palabrejas” con un rotulador fluorescente (tipo sopa de letras). Cuando acababa, aquellos currículos que más amarillo tenían, eran los seleccionados para la siguiente fase. Así se escribe la historia. Ya sería malo el proceso si el dueño del CV dijese la verdad. Pero como encima este pilar básico falla, pues estamos ante una magnífica forma de perder el tiempo y de condenar a los buenos frente a los mentirosos. Y de joder a las empresas, todo sea dicho.
Este verano, El País publicó un artículo sobre nuestra empresa con el siguiente titular: “La empresa que se ha convertido en el azote de quienes inflan su currículum”. Parecemos los malos. O no. Porque tan malo es para la empresa no acertar en la contratación de un empleado (el coste de una mala contratación se valora en al menos el 30% del salario del primer año), como para el candidato que se enfrentará, en caso de acceder a la posición, a un universo de dificultades e insatisfacciones nada deseable. O no, porque hay de todo en la viña del Señor. Tengo un conocido, llamémosle X, que sin tener formación universitaria (empezar Derecho fue su máxima cota) entró en una gran multinacional americana del sector tecnológico (como ingeniero) y aguantó más de un año. Pero claro, tener la cara tan dura como X es bastante complicado.
En definitiva, empresas como la nuestra, deberíamos estar ya en todas las salsas relacionadas con la selección. Poner objetividad a este tipo de procesos, especialmente en lo que a las cribas iniciales se refiere, es ya obligado. Para que las empresas se ahorren dinero. Y para que los empleados (nosotros) estemos donde tenemos que estar. Demostrando que, aunque no nos sepamos vender, somos tan buenos trabajadores como los vendedores de crecepelo.