En los últimos años, la “quiet ambition” ha emergido como una tendencia clave en el mercado laboral, especialmente entre la Generación Z. Ésa que incluye a los nacidos desde mediados de la década de 1990 hasta finales de la década de los 2000. Esta nueva mentalidad laboral modifica radicalmente el concepto de éxito laboral, priorizando el bienestar individual, la salud mental y la conciliación con la vida personal, por encima de los ascensos y los roles de liderazgo. Pero, ¿es esta tendencia una verdadera solución a los desafíos del entorno laboral, o podría limitar el desarrollo profesional a largo plazo? ¿Están las empresas preparadas para gestionar este tipo de actitudes sin desperdiciar el talento que pueden esconder?
Tradicionalmente, el desarrollo laboral ha tenido bastante que ver con la posición del empleado dentro del organigrama de la empresa. Con la carrera vertical. Y es que si lo haces bien en tu posición, tarde o temprano te nombrarán jefe. Y si gestionas bien a un equipo de trabajo pequeño, pronto te darán uno mayor. Y si lo vuelves a hacer bien, y eres emocionalmente inteligente, más responsabilidad y, por ende, más grande será tu equipo. Y desde ahí empieza una espiral de subidas y bajadas, algunas veces poco objetiva, que ha sido lo que tradicionalmente ha movido las querencias y las tensiones del desarrollo profesional. El tan ansiado “ascenso”. Deseado porque supone un mayor reconocimiento y un mayor salario. Y esto de la pasta es harina de otro costal.
Es lógico que reconocimiento y salario estén unidos. Pero… ¿hasta qué punto? Si observamos la fuerte subida de los salarios directivos que se produjo en la última década del siglo XX en España, la lógica se empieza a tambalear. Aquel movimiento, justificado en los buenos resultados de ciertas compañías y en unos momentos de euforia económica mundial, hacían “necesario” tener salarios de varios millones de euros entre el equipo directivo de las compañías. De forma que un director general podría estar ganando hasta cincuenta o cien veces más que un buen empleado. A mi, lógico, lógico, no me lo parece. Pero ahí sigue desde entonces. Especialmente en algunas compañías. Haciendo el caramelo mucho más rico. Y claro. La consecuencia es inmediata. Yo no quiero ser mejor empleado. Lo que quiero es ser jefe. Y como los organigramas son piramidales, pues no hay para todos. Y tampoco todo el mundo vale para eso. Ni falta que hace. Pero el resultado es una insatisfacción permanente que genera ansiedad y falta de motivación por la especialización. Terrible error. En mi humilde opinión.
Lo mejor de esta tendencia es que pone patas arriba esa forma de ver el desarrollo individual dentro de las empresas. La nueva forma de pensar de este colectivo es que, como sé que es muy difícil llegar a estar entre ese colectivo de “bien pagados”, como me voy dando cuenta de que conseguir ese “estatus” no siempre responde a criterios objetivos y lógicos, y como me han enseñado que no todo es trabajar porque hay otras cosas, pues me planteo la vida de otra manera. Buscando un equilibrio sensato entre mi dedicación a la empresa y la remuneración que ésta me da. Sé que podría ser más. Pero… ¿cuánto más? ¿Es todo cuestión de dinero?
Este cambio de paradigma tiene, en mi opinión, dos efectos muy relevantes que hay que controlar. Uno en la parte contratante y otro en la contratada. Hablemos de ellos.
Está claro que si las palancas de motivación de los empleados cambian, la empresa ha de entenderlo y gestionarlo. Porque si no lo hace, podría estar confundiendo peras con manzanas. Como este chico no quiere ser jefe, está claro que no sirve para trabajar aquí. Ejem. Como son los jefes los que atienden la barra, los que mueven los sacos, los que hacen el código, los que redactan los informes, los que pillan a los malos o los que se manchan las manos de barro, pues no hay problema. Pues no estoy muy de acuerdo. Tan bueno es una cosa como la otra. Me gusta ser programador y no me gusta ser jefe. Y además lo hago muy bien. Entonces, ¿por qué coño se empeña todo el mundo en que deje de hacerlo? ¿No tendríamos que estar retribuyendo mejor la especialización horizontal? ¿No tendríamos que evitar que la única motivación sea ésa?
Esto no es un problema nuevo. Siempre ha existido, y siempre se ha gestionado fatal por parte de los equipos de recursos humanos. Pero esta tendencia lo agrava. Y mucho. Y las empresas tendrán que saber cuál es la verdadera razón de esa “falta de implicación”. De ahí que sean tan necesarias esas herramientas que permiten ver más allá de lo humanamente obvio. Hay que preguntar. Hay que evaluar. Hay que estar encima del empleado de forma objetiva. He dicho “objetiva”, ojo. Que hay mucho mentiroso. Y aquí entra la tecnología para facilitarlo. Ahí entramos nosotros, junto con otros muchos que también están viendo la necesidad que tendrán las empresas muy pronto.
Lo que ajusta el fiel de la balanza es el propio empleado. Porque una cosa es no querer pasarse y otra, muy distinta, no querer llegar.
Una de las cosas que más peligro conlleva en el trabajo remoto es la dificultad de encajar adecuadamente el ritmo de trabajo cuando se trabaja en casa. Hay que tener una disciplina tremenda, no sólo para sentarte tú solo y ponerte a ello todos los días de la semana, sino para evitar que ello te supere. Me decía mucha gente en pandemia que, como tenían que trabajar en casa, no tenían ni un minuto para sus hijos. ¿WTF? ¿No era al contrario? Es complicado por ambos sentidos. No tener un ambiente que te envuelve es malo en cuanto que puedes trabajar menos de lo necesario (no llegar) o mucho más de lo debido (pasarse). Y esto aplica también aquí.
El individuo que decide que su motivación no está en ser jefe y que debe tener más vida personal, no debe engañarse. Un trabajador lo es en tanto en cuanto supone un beneficio para la empresa. Si tú me das (trabajo) yo te doy (dinero). Y esa ecuación hay que vigilarla bien. Porque me sigue sorprendiendo ver en gente que manda mucho algunos razonamientos sobre los derechos del trabajador y las obligaciones de la empresa. Está bien eso de defender al débil. Pero no lo vayamos a dejar en un punto en que ese trabajador sea irrelevante. Porque entonces… ¿para qué lo quiero? Y eso es algo que no sólo corresponde a la empresa. El empleado debe establecer un buen equilibrio entre su aportación y la necesidad que le observa y le justifica.
En resumen, la quiet ambition pone en jaque las estructuras laborales actuales. Otra piedra más en el difícil camino de la transformación actual. La tecnología puede ayudar mucho en todo este horizonte. En The Wise Seeker trabajamos mucho aspectos tales como la motivación, la orientación laboral, las competencias, etc. Hablábamos la semana pasada sobre ello. Con el objetivo de ser capaces de ver en el empleado cosas que los departamentos de recursos humanos no ven. Porque miran a sitios donde todo es mentira: su currículo, su perfil en LinkedIn, la percepción de otros, etc. Fuentes, todas ellas, subjetivas. Es hora de poner algo de luz. El trabajador lo demanda.
Para terminar una anécdota. Me decía el director general de una de las más importantes compañías del sector de RRHH hace un par de semanas que cómo iban a evaluar a los trabajadores, si les costaba horrores conseguir su atención. Que algo así les expulsaría de sus procesos. ¿De verdad seguimos pensando así? ¿A quién beneficia esa actitud? ¿A los que tienen o a los que no tienen talento? Quizás el error esté ahí. En conceder un espacio que ellos no reclaman. Nosotros estamos haciendo cerca de cien mil evaluaciones mensuales. No parece que esté ahí el problema, señor director general. ¿Cuánto cobra, por cierto?